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viernes, 5 de agosto de 2011

Entrevista a John Nash


“La locura es un sueño del que se puede despertar”

Texto de Xavi Ayén
Fotos de Kim Manresa
http://www.magazinedigital.com/


John Forbes Nash estuvo 25 años fuera de la realidad. Su esquizofrenia le alejó de la racionalidad, pero de vuelta a ella recibió el Nobel de Economía y consiguió –y sigue en ello– traducir a lenguaje matemático una amplia lista de complejas relaciones humanas. Muchos le conocen por la película Una mente maravillosa, para él una buena historia de ficción, aunque sabe que su excepcional cerebro le ha ayudado a dar grandes pasos en el conocimiento.


Al volante de su propio coche, John Nash, de 81 años, muestra el campus de la Universidad de Princeton, que mantiene todo el encanto de sus tradicionales casas de piedra, sus iglesias góticas y sus árboles centenarios. “Aquella torre de ladrillo rojo es el mítico edificio Fine –explica el conductor–, acogió a los mejores matemáticos del mundo. Y allí al fondo, observen, es el nuevo edificio que nos ha construido Frank Gehry.” Al llegar a su modesto despacho, en la puerta, hay enganchada una nota escrita a mano: “Admirado profesor Nash, somos Isabelle, Nancy y Meredith, tres estudiantes universitarias de Sydney, de 20, 21 y 23 años, de viaje a Nueva York, y que nos hemos desplazado hasta Princeton tan sólo para conocerle. Por favor, si tiene un momento, llámenos por teléfono al número (…), nos haría muy felices conocerle, no sabe cuánto. Le admiramos”. Debajo del papel cuadriculado, hay un fotomatón de las tres chicas, bellas y sonrientes, en la flor de la vida.

El profesor Nash, como si estuviera acostumbrado a estas cosas, arranca el papel, lo arruga en su puño y lo lanza a la papelera, mientras balancea su cabeza y exclama: “¡Ay, ay…! Esto me sucede por culpa de la película… Deben de estar enamoradas de Russell Crowe”.

Muy a su pesar, Nash es una celebridad mundial desde que, en el año 2001, se estrenó Una mente maravillosa, la película en la que el australiano Russell Crowe interpretó su papel: el de un prestigioso científico que cae en el pozo de la esquizofrenia paranoide, una de las enfermedades mentales más terribles que se conocen, se recupera de ella milagrosamente tras 25 años de locura y, en su nueva etapa en el mundo de los cuerdos, obtiene nada menos que el Nobel de Economía.

Esa es la vida prodigiosa de John Nash. Nadie lo diría viendo su aspecto desamparado, sus esporádicos tics, su extraña lógica que le hace dar vueltas una y otra vez a cuestiones fútiles… En cualquier caso, este anciano es, para algunos, uno de los mayores científicos que ha dado la humanidad desde Einstein, y sus trabajos, que reducen la complejidad del comportamiento humano a ecuaciones matemáticas, han servido de base para notables avances de la inteligencia artificial, para estudiar las relaciones económicas o incluso para las negociaciones de desarme nuclear entre Estados Unidos y Rusia. Una vez recoge a los periodistas del Magazine en la estación de tren, junto a su esposa, Alicia, una ex alumna suya nacida en El Salvador, insiste con vehemencia en ir a comer huevos estrellados a su restaurante favorito, una cafetería decorada con fotos de los ilustres alumnos que ha tenido esta universidad, desde el actor James Stewart al ex secretario de Estado George Shulz, pasando por la actriz Brooke Shields o el astronauta Charles Junior.
¿Le gustó la película sobre su vida?
No reconozco mi vida en ese filme. Me parece una buena obra… de ficción. El libro en que se basa, la biografía de Sylvia Nasar sobre mí, contiene algunas inexactitudes, la película las acentúa todavía más e incluso introduce elementos nuevos, como alucinaciones visuales, que yo jamás experimenté, pero que entiendo que quedan muy bien en pantalla. Pueden tomarse libertades, claro, aunque para mí sea algo duro de digerir. Con Sylvia Nasar, que es una mujer con muchas cualidades, me sentí decepcionado porque me había prometido que, cuando tuviera redactado el libro, me lo daría a leer antes de su publicación, por si hubiera cometido algún error y este pudiera ser rectificado antes de la imprenta. Ese era el pacto. Y se lo saltó. No leí nada hasta que estuvo en la calle, ella lo atribuyó a las prisas del editor. Pero yo creo que es porque había errores y exageraciones que ella sabía que no aceptaría.

Se refiere a sus relaciones amorosas con otros hombres, a su antisemitismo y a su mal papel como padre, ¿no?
He aprendido que es mejor no entrar a discutir ciertas cosas. Pero no soy homosexual. Respecto a lo de antisemita, si se toman afirmaciones que hice en mi periodo de demencia, puedo ser cualquier cosa, claro está. Lo curioso es que la propia Nasar me ofreció al principio que hiciéramos el libro a medias y yo rehusé, le respondí que yo era parte interesada y no me sentía capacitado para revivir algunos momentos muy dolorosos. Me conformaba con echar un vistazo a su texto y hacerle mis observaciones. Alguien debió de contarle esas cosas, pero su obligación era contrastarlo, para que su obra no se convirtiera en un libelo.
¿Se ve a usted mismo como un genio? ¿Esta palabra tiene algún significado para usted?
Es agradable sentir que los demás te perciben como poseedor de un cerebro excepcional. Eso es el concepto de genio, algo social, habla de cómo te ve la gente. No es un término preciso, que defina algo que posees realmente, sino simplemente una categoría en la que la sociedad en que vives, en un momento determinado de la historia de la humanidad, te ha clasificado. Es una palabra bonita, claro, algo que me halaga, una especie de piropo, pero que no designa una cualidad objetiva.
¿Cuándo tuvo conciencia de ser más listo que los demás?
Desde el momento en que empecé el bachillerato ya me pasaba horas leyendo las enciclopedias para saber más cosas, quería saber cada vez más y más: temas de medicina, de astronomía, de zoología, de física y química… Ningún niño de mi edad hacía eso. No era un niño prodigio, no sacaba buenas notas y tenía problemas de conducta, pero acribillaba a mi padre con preguntas sobre electricidad, geología, ­climatología...

Usted conoció a Einstein…
Sí. Era más o menos como uno se espera tras haber leído algunas cosas sobre él: con aquel pelo enmarañado y esa claridad intelectual... Hubo un tiempo en que vivimos en la misma calle y nos veíamos, pero él iba en una dirección opuesta, y yo nunca sabía cómo abordarle. Una vez fui a verle a su despacho con algunas objeciones a sus teorías, me escuchó atentamente durante una hora y, al final, me dijo: “Tendría usted que estudiar un poco más de física, joven”. La teoría de la relatividad fue el mayor descubrimiento de su tiempo. Pero su motivación para hacer las cosas era muy política, era un alemán que huyó de los nazis y estuvo muy comprometido con la bomba nuclear, con la idea de un gobierno mundial, con el Estado de Israel… Su carrera científica, tan brillante y llamativa, vino impulsada en gran parte por circunstancias extracientíficas. No es mi modelo en eso.
¿Cómo está su hijo John, que padece esquizofrenia?
También es matemático y también está enfermo. Es duro, a veces hablamos de lo que le dicen sus voces, de lo que me decían las mías, del tipo de alucinaciones. Experimenta momentos buenos, en los que le retornan las capacidades, y otros malos, en los que sufre brotes.
Entre el desorden de su despacho, hay una foto en la que aparece usted con todo el equipo que entrenó al ordenador Deep Blue antes de que venciera a Kasparov.
Sí, me llamaron a entrenar a ese Deep Blue. Algunas de mis teorías se incorporaron a la máquina, yo soy fan de Deep Blue y de la inteligencia artificial, por supuesto. Cuantos más comportamientos humanos conseguimos sintetizar en ecuaciones, más fácil es introducir esos rasgos en una máquina.

¿En qué trabaja exactamente ahora?
Sólo hago investigación, ya no imparto clases, sobre cuestiones de la teoría de juegos. Intento analizar cómo funcionan las relaciones entre la gente, las bolsas, los movimientos de las empresas…, basándome en la racionalidad y la conducta humana, que se expresan muy claramente en los juegos. Profundizo en mis teorías sobre el conflicto racional y la cooperación. Sé que, estadísticamente, hay pocos científicos que hayan hecho grandes aportaciones a partir de los 66 años, pero en mi caso, como he interrumpido mi actividad creativa durante 25 años a causa del trastorno, tal vez pueda ser una excepción. Conozco granjeros que trabajan a los 100 años, ¿por qué no yo?

Le llaman conservador.
Mmm… Confundir las aportaciones de la ciencia con la ideología política no es un procedimiento correcto. Mi trabajo como científico es contribuir al conocimiento general de cómo nos relacionamos entre nosotros. En cierto sentido, es como lo que hacía Maquiavelo en El príncipe, no es que aquellos fueran sus principios morales, es que se limitaba a describir cómo funcionaba la política de su época. Mis teorías intentan explicar, en el campo político, cómo funcionan las cosas de verdad. Pero, en estos temas, todos somos muy ingenuos: la gente clasifica a unos como buenos y a los otros como malos, satanizándolos, y, a partir de ahí, basa todas sus opiniones. Si yo analizo cómo se negocia a partir de movimientos de amenaza, no estoy afirmando que la amenaza sea moralmente buena o mala, estoy observando que se da en el trato entre personas y explico cómo funciona.
Pero usted es reivindicado por los conservadores, o por los liberales, por su defensa del individualismo y de un cierto egoísmo con efectos positivos en la comunidad.
No hay que confundirse, yo no soy fiel a ningún partido. No soy culpable de las manipulaciones interesadas que otros hacen de mis principios científicos. Simplemente he descrito a través de ecuaciones cómo un conjunto de individuos en el que cada uno intenta obtener su máximo beneficio o eficacia pueden acabar comportándose de una manera en que todos salgan beneficiados. Les voy a escribir una fórmula mía en la pizarra: ¿ven?
Ejem, ¿qué significa?
Es el comportamiento de tres personas que cooperan entre sí, aunque en realidad ellos están en un plano de competición. Esto es lo que han llamado el equilibrio de Nash: cómo un juego no cooperativo puede desembocar en un punto de equilibrio en el que todos ganan. Antes, se decía que para que uno gane otro ha de perder.
¿Obama es algo nuevo?
Sí. Es un gran cambio. No propiamente una revolución, porque ha accedido al poder siguiendo escrupulosamente los procedimientos constitucionales y no ha llevado a la cárcel al gobierno anterior, ¿verdad? Es una persona que ha provocado una apertura y creado un nuevo juego, con unas nuevas normas, pero sin heridos ni muertos. Su intención es realizar algunos cambios profundos, para los cuales no sé si está este país preparado.
Usted obtuvo el premio Nobel de Economía tras haber superado su enfermedad. ¿Cuál es la lección?
En términos de enfermedad mental, mi historia contiene una clara lección: la locura es un sueño del que se puede despertar. Y no es una cuestión de tomar los medicamentos correctos. Si te atiborras de pastillas, no te recuperas y acabas dependiente de esas medicinas, te conviertes en un adicto a los medicamentos.
Pero es muy peligroso dejar de medicarse…Hay que estudiar seriamente en cada caso concreto cuál es la alternativa a los medicamentos. En la esquizofrenia paranoide, es muy importante la edad en que se declara, la profesión, los años que tenía el enfermo cuando le vino la primera crisis… Mucha pastilla no es buena, aunque a veces al principio no hay alternativa. Con los años, podríamos encontrar una droga mejor para la esquizofrenia, que funcionara como la que toman los enfermos de tuberculosis, y entonces sería perfecto, todos defenderíamos la droga. Pero, en las enfermedades mentales, no hemos avanzado mucho y, todavía hoy, los medicamentos crean muchos problemas. Es más: los mismos diagnósticos no están claros, porque hay cosas que no son exactamente esquizofrenia o trastorno bipolar sino que presentan elementos de ambas, como mi hijo. Es todo muy reciente, la palabra esquizofrenia data tan sólo de 1908. Estadísticamente, no es tan raro que alguien deje de padecer una enfermedad mental y vuelva a razonar de un modo normal, como a mí me sucedió. Antes sucedía muchísimo más, cuando no existían los tratamientos médicos, cuando no se medicaba a los enfermos con drogas tan fuertes…, había más casos de retorno. Lo que nos dicen las estadísticas es que, desde que se inició el tratamiento con drogas hasta hoy, no ha aumentado el porcentaje de personas que se recuperan de las enfermedades mentales hasta un punto en el que puedan vivir sin drogarse. La sociedad considera aceptable drogar a los enfermos de esquizofrenia, que vayan medio dormidos y que engorden de modo considerable. Pero no es algo tan bueno si se mantiene por un periodo de tiempo muy alto, porque si cada vez gana usted más peso eso va a repercutir desfavorablemente en su salud, tendrá problemas cardiovasculares y una vida más corta.
Usted ha vivido los momentos más altos tanto en el pensamiento racional como en la irracionalidad. ¿Cómo ha vivido ese contraste?
Hubo un momento en mi vida en que pasé del pensamiento racional y científico al pensamiento alucinatorio propio de mi trastorno. Durante mi locura, sentía que había sido investido de una importante misión; del mismo modo que Mahoma era el profeta de Alá y transmitía sus mensajes, yo me veía a mí mismo como mensajero de alguien superior, en un mundo repleto de partidarios nuestros y también de enemigos, que me perseguían. Creía que el Papa de Roma y los comunistas conspiraban contra mí. Creía recibir mensajes cifrados de los extraterrestres a través de las páginas del The New York Times, me fui a Europa pidiendo asilo político. Caí enfermo en 1959 y me divorcié de Alicia en 1963, aunque nos volvimos a casar en el 2001; yo, gracias al Nobel, ya tenía una buena posición…
Pero ¿cómo se curó? ¿solo?
Ignorando las voces. Las oía, pero llegó un momento en que ya no les hacía caso, hacía con empeño otras cosas. Me harté del pensamiento irracional y lo combatí con fuertes dosis de pensamiento racional: hacía cálculos, operaciones, etcétera. Decidí rechazarlas: “Ya podéis hablar, ya, que yo voy a lo mío”. La consecuencia de ignorarlas como si fueran un sueño fue que al final desaparecieron.
Usted dijo que “la cordura es una forma de conformidad”. ¿Lo sigue creyendo?
Sí, lo es. Cordura tiene que ver con ser normal, es decir, ser como los demás. Si cordura es normalidad, locura significa anormalidad, los libros de psicología señalan eso. Y normalidad y conformidad son conceptos extraordinariamente cercanos. La conducta normal es una conducta conformista. Yo he vuelto al pensamiento racional científico, afortunadamente, pero ello no es una fuente de alegría similar a la del ciego que recupera la vista porque también me doy cuenta de que el modo en que nosotros razonamos ahora impone unas limitaciones notables en cuanto a la conexión de uno mismo con el cosmos.
Las personas que hacen grandes cosas ¿no son nunca normales?
Existen diferentes grados de anormalidad. No podemos considerar meramente la anormalidad como un síntoma de excelencia. Yo, por ejemplo, si no me hubiera salido tanto de la norma, a lo mejor no habría enfermado, pero también es cierto que existe una conexión clara entre la anormalidad y el pensamiento creativo. No habría sido tan buen científico sin ello. Uno puede tener una vida exitosa y ser absolutamente normal, mediocre. No fue el caso de Van Gogh, ¿verdad?
¿Qué consejo daría a los jóvenes estudiantes?
Que encuentren la felicidad en realizar la actividad académica en sí, que esta no dependa de los resultados, a menudo tan pendientes del azar y de elementos que escapan al control de una persona. En mi caso, uno de los descubrimientos que me hicieron ganar el Nobel no me sirvió en su día ni para obtener una plaza de profesor. Y les diría que se arriesguen, porque en la ciencia sucede igual que en los negocios: si te la juegas y ganas, el beneficio es espectacular; el descubrimiento, mayúsculo. Por esa razón, no deben temer al fracaso, no es algo negativo, es un paso más hacia la solución del problema, no deben desanimarse ante un fracaso. Que piensen que tener éxito haciendo lo que hace todo el mundo resulta, al final, un no éxito. No se trata de hacer mejor lo mismo que otros ya hacen, no, se trata de hacer otra cosa. Nadie es el mejor sin arriesgar. Y lo importante no es ir a clase, ni los exámenes, sino trabajar y pensar por sí mismos. Que extraigan el conocimiento directamente de la observación del mundo, no de lo que dicen otros. Aprender cosas de segunda mano ahoga la creatividad y la originalidad.
¿Qué impacto tuvo el Nobel en su vida?
Enorme. Ya no trabajaba, en aquella época, y volví a cotizar a la seguridad social.
Stephen Hawking afirmaba no hace mucho en este Magazine que cree en la vida extraterrestre. Usted, que pasó años oyendo y viendo cómo le enviaban mensajes, ¿qué piensa ahora de ello? ¿Existen?Para saberlo, tendríamos que salir a explorar mucho más lejos de lo que hemos llegado hasta ahora, darnos unos paseos por lugares del espacio a los que jamás hemos llegado. No hay nada claro al respecto. Todo son profecías, elucubraciones, pero nos falta el trabajo de campo. Sin trabajo de campo, no hay conocimiento científico. En los últimos 40 años, nos hemos limitado a pisar una vez la Luna, eso es un triste balance. Yo creo que sí debe de haber elementos de vida en algún lugar del espacio, pero de lo que no estoy tan seguro es de que se trate de vida inteligente. Decirle que sí o negárselo no serían afirmaciones racionales. Es un tema de probabilidad: según las matemáticas, no es imposible que si usted sienta infinitos monos ante una máquina de escribir un día uno no le escriba Hamlet.

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